miércoles, 24 de junio de 2009

Esto es casi una elegía

Juan Fernando Rodríguez Ángeles

Sintió una ola de calor que lo invadía, que iba desde el fondo de su pecho hasta salirle por cada uno de los poros, que le recorría el vientre, los brazos, las piernas, la nuca, y llegaba al tope de la cabeza. Era una ola de calor tan intensa que por un momento se sintió otra vez en el desierto de Arizona, aquella masa hirviente por la que caminó durante tres días con sólo unas botellas de agua y las latas de atún que pudo comprar con los 300 pesos que le quedaban después de viajar desde su casa en Zacatecas hasta Sásabe.

Pero este calor era diferente: no quemaba como el calor que abrasó su rostro y su espalda en el desierto antes de llegar a Tucson. Este calor dolía, y mucho. Dolía más que las cinturonizas que le ponía su abuelo cuando lo agarraba revolcándose en el maíz donde se metía para jugar con sus primos; lo regaban todo y luego se escondían toda la tarde entre la milpa hasta que el viejo se hubiera dormido. Ni siquiera aquella vez en que, jugando con su hermano, se cayó y metió las manos en una biznaga que le dejó unas cicatrices que aún ahora se le ven en las palmas, había sentido un dolor similar.

Memo supo entonces que nada, ni el sol del desierto, ni los golpes o las espinas, podían doler más que una bala 9 milímetros perforando el corazón. Y mientras la idea se materializaba en su mente, un hilo de sangre brotó por el orificio en su pecho, rodó por el tórax manchando su playera y cayendo en gruesas gotas sobre el piso blanco de la sucursal Bancomer de Avenida Juárez.

Sintió que junto con la sangre se le iban las fuerzas. Cuando sus piernas no pudieron sostenerlo más, se desplomó: primero sobre las rodillas, para caer después sobre su costado izquierdo. Y sintió entonces que junto con la sangre se le iban los recuerdos.

No se acordó de Sofía, que a esa hora estaría llegando al Sanborns de Insurgentes y Álvaro Obregón en donde limpiaba pisos y baños de dos de la tarde a diez de la noche; tampoco pensó en su hermano Poncho, que lo estaría esperando en el puesto de ropa usada en donde los dos vendían playeras de a quince y pantalones de a veinte desde que eran chamacos; ni en su hermana Clara, que había quedado en pasar por su casa por la noche para contarle cómo, ahora sí, había conocido a un hombre que la trataba bien. Pero en su madre, en ella sí que pensó. La volvió a ver ahí, parada en la ventana de la casa mientras lo veía irse con “el chango”. Volvió a escuchar cuando le decía: “otra vez te vas con tu amigote, ya te dije que ese muchacho anda en malos pasos”, y se volvió a oír a sí mismo mientras la calmaba: “no se preocupe ‘amá, nomás vamos a dar la vuelta” antes de subirse al bocho.

Del chango también se acordó, o más bien lo vio. Lo reconoció entre los clientes del banco que salieron corriendo cuando escucharon los disparos, alcanzó a distinguirlo entre las nubes negras que poco a poco iban apagándole la vista. Quiso salir tras él, escapar los dos juntos: pero parecía que la muerte había empezado a entrarle por las piernas. Quiso gritarle, pedirle ayuda, suplicarle que no lo abandonara: pero su boca estaba tan seca que sintió que se quebraría al articular una palabra. Y entonces, en su mente, quiso maldecirlo, mentarle la madre con todas las fuerzas que le quedaban en el cerebro, reclamarle por haberlo convencido de venir a asaltar el banco, por asegurarle que todo saldría perfecto, por seducirlo con la experiencia de sus quince asaltos bien logrados y los amores efímeros que el dinero le podría comprar: pero tampoco pudo, porque su cerebro comenzó a helarse, se congeló como si el calor que le brotó de la herida nunca hubiera aparecido. Y entonces ahí, en el blanco piso de la sucursal bancaria, tirado en un charco de su propia sangre, supo que así se sentía la muerte. Sintió el previsor frío del final; y fue lo último que sintió antes de dejar de sentir algo.




En el piso, el casquillo aún estaba caliente cuando Antonio pensó en Jessica. Un día antes se habían visto, se habían jurado todo el amor posible y se habían perdido entre sueños y deseos de lo que podría ser. Otra vez, como siempre, se habían contado el uno al otro cómo sería su vida cuando se casaran; y como siempre se habían peleado. Y es que Jessica no cedía: una y cien veces le había pedido a Antonio que dejara su trabajo como guardia de seguridad en el banco, que se metiera al negocio de los muebles como sus hermanos -ellos sí la estaban haciendo en grande-, o que buscara otro empleo, uno bien pagado y mejor reconocido.

Un delgado hilo de humo aún salía del cañón de la pistola cuando el corazón de Antonio se colapsó de miedo. Jessica se lo había advertido, algo malo iba a pasarle en el trabajo; ella lo había soñado. Trató de decirle cómo doña Bede le leyó en la mano la línea del amor interrumpida que no significaba otra cosa que la desgracia para él; y frente al destino no había duda.

El joven parado frente a él aún se aferraba a los últimos suspiros de vida cuando Antonio vio pasar la suya frente a sus ojos. Pero no su vida pasada, de esa no quería saber nada, sino su vida futura. ¿Y si Jessica tenía razón? ¡Maldita sea! por qué no la había escuchado, podría haber pedido su liquidación hacía meses y ahora ya estarían casados. Qué pasaría ahora; no la volvería a ver, no querría, no podría ni ella lo aceptaría, no después de que lo previno infructuosamente.

¡Carajo! Maldijo el momento en el que pensó que Jessica era demasiado ingenua o demasiado estúpida como para creer las charlatanerías de doña Bede. ¡Puta madre! Maldijo el momento en el que este imbécil que ahora se moría frente a sus ojos había gritado “esto es un asalto”, parado ahí, en medio del banco, como si fuera un maldito cowboy de las películas.

Antonio podría haberse quedado ahí, impasible, nada más viendo como todo pasaba, cinco minutos y ya: asaltaban, se largaban y todo acabaría. Pero no, siempre se había sentido lo suficientemente héroe como para no hacer nada. Se lo había imaginado tantas veces, lo tenía tan metido en el subconsciente que cuando su mente reaccionó su mano ya había sacado el arma de la funda y apuntaba al asaltante.

Era casi un niño, no tendría más de dieciséis años y lo tenía ahí, a dos metros de distancia, con una pistola temblándole entre los dedos y con la adrenalina inyectándole los ojos. Lo miró, le suplicó en silencio que no lo hiciera, que no se atreviera a apuntarle con el arma que apenas sí podía sostener. Lo vio voltearse, girar su cuerpo hasta quedar completamente de frente para entonces levantar el arma. Lo vio apuntarle, sostener la pistola de lado como lo hacían los mafiosos en las películas, dispuesto a todo. Y lo vio sacudirse, abrir muy grandes los ojos y la boca mientras el pecho se le partía en dos por el impacto de la bala. Le había apuntado ahí, directo al corazón, que se colapsó en un mar de sangre. Y mientras el suyo propio, su corazón, se colapsaba de miedo, Antonio pensó en Jessica.




“¡Pinche Memo, sí será pendejo!” gritó el chango mientras daba vuelta a la izquierda en el Eje Central. “Mira que hay que ser pendejo para pararse así en el banco sin fijarse en el pinche guardia atrás de él. Y claro, el muy cabrón aprovechó, se lo venadeó por pendejo. Ni pedo, se atrabancó el chavo; le dije que aguantara, que teníamos que ver qué tranza con el guardia, que no se podía entrar así nada más a tirar balazos a lo güey. Chale…”

El volkswagen blanco se perdía entre el tráfico de la avenida mientras el chango maldecía. “¡Pinche bocho! No me vaya a dejar parado aquí, menos ahorita.” Mientras rebasaba veía por el retrovisor. Nadie lo seguía. Claro, si esto no era como en las películas, aquí no había persecuciones en coche que terminan con media ciudad destruida y el criminal atrapado. Pero cómo le hubiera gustado al chango que todo fuera como en el cine. Podría contarles a todos cómo escapó de las patrullas manejando como poseso por calles angostas y anchas avenidas, entonces sí que todos lo admirarían como se debe. Porque si todo fuera como en las películas ni él andaría en este bocho ni sería un don nadie.

Podría llenarse la boca de historias más ficticias que reales sobre sus hazañas. Podría aumentar a 20 o quizá a 30 el número de supuestos asaltos exitosos. En realidad el chango lo había hecho cuatro veces: un par de farmacias, una pesera y sólo una vez un banco. Pero ahora, con la pendejada del Memo, todo el cuento se le venía abajo.

“Es que ni como negarlo, si todos van a saber que andaba conmigo. Chale, su jefa sabe que yo lo jale a esta onda y les va a decir a todos: que el chango no pudo asaltar un banco, que salió corriendo apenas escuchó un tiro, que le sacó al guardia y dejó ahí muerto al Memo. Pero ni modo que me regresara, eso no, total el Memo ya estaba muerto, si le dieron merito en el corazón, y dicen que así se muere uno bien feo. No, regresarme no, pero porqué no le tiré al guardia si estaba ahí, nomás viendo al Memo boquear como pescado jalando aire. Pinche guardia, me lo hubiera echado, siquiera para vengar al Memo porque ya ni tiempo daba pa’ terminar el trabajo.”

El volkswagen cruzaba por Tlatelolco y una idea cruzaba la mente del chango: “A huevo, yo no le saqué; lo que pasa es que el Memo se le puso al guardia pero no alcanzó a tirarle. Yo le dije que aguantara, pero no me escuchó, se metió solito al banco como para apantallarme, a mi, que en 20 asaltos nunca me ha salido nada mal; a mi, que una vez le tuve que meter un plomazo a un guardia que se quiso hacer el héroe; a mi, el chango, que antes de traer el bocho andaba en un carrazo en el que me le escapé a los puercos hartas veces; a mi, al chango, me quiso apantallar. ¡Pinche Memo, sí será pendejo!”