miércoles, 22 de abril de 2009

A diez meses del New´s Divine

Juan Fernando Rodríguez Ángeles

A diez meses del operativo en la discoteque News Divine en el que murieron doce personas, el recuerdo de los hechos se mantiene vivo en la mente de los vecinos de la colonia Nueva Atzacoalco.

En el local marcado con el número 186 de Eduardo Molina, montones de fotografías, cruces y mensajes tapizan una de las dos puertas del lugar, la más grande, la que nunca se abrió ese día. En la puerta pequeña, que conformaba la única vía de libre acceso y salida del lugar, puede leerse el acta de expropiación del GDF. Patrullas de la Policía Bancaria e Industrial resguardan las 24 horas el lugar. “No tenemos conflicto con la gente, no nos agreden, saben que nosotros (la PBI) no tuvimos nada que ver en el operativo”, señala el oficial Pedro López Hernández durante su guardia.Sin embargo, cuando la policía capitalina era la encargada de vigilar la discoteca sí se suscitaron conflictos con los vecinos de la colonia.

La señora María tiene un puesto de jugos en la acera opuesta del News Divine y recuerda que las semanas posteriores al operativo la gente le reclamaba a los oficiales: “¡Asesinos! les decían. Una noche vinieron a apedrear los departamentos junto a la discoteca, tuvieron que venir los granaderos y mejor cambiaron a la policía (del Distrito Federal) por la bancaria”, refiere.

Ahora, la presencia policiaca se ha vuelto parte del paisaje urbano en la Nueva Atzacoalco. Doña Mary, vendedora ambulante en el tianguis de la colonia señala, “ya nos acostumbramos; los vecinos no se meten con los policías aunque ellos se metieron con nosotros”.

Desde el puesto donde vende cremas, shampúes y perfumes, doña Mary reparte volantes invitando a los vecinos a la misa para recordar a los fallecidos. “¿vas a ir? es para recordar a los muchachos” les dice a quienes le preguntan. No habla mucho de lo sucedido hace diez meses, pero menciona: “uno de los nuestros murió ahí”.

Y es que en la colonia toda la gente tiene una historia cercana a la tragedia; como la señora María, la vendedora de jugos, quien recuerda que siempre platicaba con la joven que hacía la limpieza en el lugar y que murió esa tarde: “no recuerdo su nombre, pero siempre la veía pasar; dejó dos hijas que ahora cuida su hermana”; o como Jonathan, que desde su puesto de ropa afirma que ese día “yo iba a ir al News Divine, pero a la mera hora no tuve dinero y me fui a otro lado”.

Diez meses de distancia. La misa que celebra mes con mes es sólo un recordatorio de que los familiares de quienes murieron -jóvenes y policías- siguen ahí, esperando, plasmando sus demandas, sentimientos y recuerdos en la puerta del News Divine, la más grande, la que nunca se abrió ese día.

Bienvenido/Welcome Mr. Obama

Juan Fernando Rodríguez Ángeles

Tres mil quinientos elementos de la policía capitalina, mil uniformados de la policía federal, un número indeterminado de militares, agentes del Estado Mayor Presidencial y del Servicio Secreto estadounidense, conformaron sólo una pequeña parte de las medidas de seguridad que rodearon la visita del presidente Barack Obama en su primera visita a México.

Desde el aeropuerto se ponía en marcha el operativo de seguridad que siempre se genera en cualquier visita del presidente. El diario El País comparaba el operativo con el desplegado en su reciente visita a Irak; el periódico Milenio señalaba que el mismo dispositivo se desplegaba en una visita normal a Ohio, Oregon o cualquier otro punto de la geografía norteamericana.

No podían despegar ni aterrizar aviones del Aeropuerto Benito Juárez, los alrededores de Campo Marte cerrados, Polanco –en donde se ubica el Hotel Presidente Intercontinental en el que durmió Obama- sitiado, el Museo de Antropología e Historia convertido en un bunker, el 0.1% de la superficie capitalina convertida en la zona más segura del mundo por la visita de un solo hombre.

A las 13:25 horas el avión presidencial Air Force One, con todo y su quirófano a bordo, su sistema antimisiles y su centro de mando militar, aterrizó en el Hangar Presidencial. Barack Obama, el presidente norteamericano número 44, el primero de raza negra del país vecino, sin Michelle, bajó corriendo la escalinata del avión más seguro del mundo. Abajo lo esperaban la secretaria de Relaciones Exteriores, Patricia Espinoza, y el Embajador de México en Estados Unidos, Arturo Sarukhan.

El encuentro con Felipe Calderón se produciría hasta la residencia oficial de Los Pinos –desde los tiempos de Miguel de la Madrid el Presidente de la República no recibe a los mandatarios extranjeros en el aeropuerto- .

Un helicóptero despegó del aeropuerto capitalino, el Marine One, parte del equipo de transporte seguro del mandatario estadounidense; cinco fueron los aparatos que aterrizaron en Campo Marte cinco minutos después. Y del helicóptero, a “La Bestia”. La limusina de Barack Obama, que en días previos había despertado similar expectativa que la visita del mismo mandatario, por fin entraba en acción.

“Veinte centímetros de blindaje en las portezuelas, chasis de acero de doce centímetros para soportar estallidos, tanque de gasolina blindado con químicos especiales para evitar explosiones, un chofer entrenado para responder a las más difíciles condiciones de manejo” señalaba el diario El Universal dos días antes. Es La Bestia, símbolo del poder intocable e invencible de Mister Obama.

Recepción oficial en la explanada Francisco I. Madero de Los Pinos, lugar simbólico –hace casi un siglo el presidente Madero fue asesinado tras un complot apoyado por el gobierno estadounidense-. Felipe Calderón y Margarita Zavala lo recibían, sonreían. Ya desde ahí el carisma de Obama entró en acción; se ganó a todos quienes lo veían, “parecía una estrella de basquetbol vestido con un traje Hart Schaffner de mil 500 dólares” señaló Fidel Samaniego, cronista de El Universal.

La agenda del hombre más poderoso del mundo en México no podía esperar. Migración, economía, seguridad fronteriza, narcotráfico. Más allá de lo dicho en los tres discursos oficiales programados para el día, el momento clave de la visita sería el encuentro privado con Felipe Calderón. Una hora y media de charla a puerta cerrada; lo que se discutió sólo ellos lo saben.

Después del acto protocolario, el encuentro con los medios. Las 4:00 de la tarde y Felipe Calderón daba nuevamente la bienvenida a Mr. Obama, frente a un público conformado por periodistas: de lo dicho aquí, la actitud de uno y otro, dependerían los encabezados del día siguiente, de simpatía o rechazo.

Discursos contrapuestos. Exigente e intenso uno –el del presidente Calderón-; tranquilo, amigable, y con una recurrente aceptación de los señalamientos de su anfitrión, el de Barack Obama. El tema recurrente: el narcotráfico. La referencia a los 10 mil puntos de venta de armas en la frontera México-Estados Unidos, al 95% de las armas con origen norteamericano utilizadas por el crimen organizado en el país y la demanda de mano dura en lo referente al tráfico de éstas, fueron puntos aceptados por Obama: eran datos conocidos, nada de sorpresas–tres días antes el FBI había dado a conocer el estudio que incluía las cifras-.

Pocas preguntas por parte de los periodistas –el tiempo no daba para más- y de ahí, al bunker del Hotel Presidente, en donde los miembros de su comitiva, entre la que se incluía el vocero de la Casa Blanca, Robert Gibbs, lo esperaban instalados en tres pisos completos del lujoso hotel.

Afinar detalles, revisar el menú, la indumentaria, el retén de seguridad. Restaba un evento público del presidente estadounidense en nuestro país: la cena en el Museo de Antropología. Más de cien invitados, algunos “desinvitados” apenas un día antes. Los que supuestamente no asistirían en un acto de apoyo a aquellos borrados de la lista llegaban a primera hora. Personajes variados. De García Márquez a Elba Esther Gordillo. De Carlos Slim a Carlos Marín.

Los invitados seguían degustando la cena: camarones en salsa pico de gallo, filete en salsa molcajeteada, barquita de hoja de maíz con nopales asados, calabacitas rellenas de flor de calabaza y de postre barrilito de higo con salsa de zapote y garabato de chocolate, cuando Barack Obama se paraba frente al micrófono.

Discurso plagado de buenas intenciones, la promesa de comenzar una relación distinta con México, de ir de la mano en la lucha contra la inseguridad. La última oportunidad, el último momento en el que se podían haber incluido puntos de la “extensa” agenda de Obama como el Tratado de Libre Comercio, la Iniciativa Mérida, migración o la ecología, había pasado.

Menos de 12 horas después, a las nueve en punto de la mañana, el Air Force One partía del aeropuerto de la ciudad de México tal y como llegó, con el dispositivo de seguridad y las miradas sorprendidas de los capitalinos. Su destino, Trinidad y Tobago. La Cumbre de las Américas. El bautizo diplomático de Obama en su propio continente. Su oportunidad para mostrar su capacidad de estadista frente a sus más duros críticos. Atrás quedaba México. ¿El saldo? Una “nueva relación” con nuestro país construida en menos de 24 horas.